Wednesday, February 18, 2009

24 de junio del 05 (el dos mil no se dice).

A ambos lados de la tienda de comestibles había gente.

Simplemente había pasado a saludar a mi gran amigo “Mario” (lo que le provoca soltar una risilla nerviosa, pues su nombre no es Mario, aunque yo insista en llamarle así. Su verdadero nombre es Amid.)

Se oía un gran jaleo de gente y noté como el pulso me latía acelerado en el cuello.
De repente, esta calle siempre vacía, adquirió un aire de curiosa opulencia. Era como si una obesa dama hubiera decidido avanzar encogiendo la barriga por un estrecho pasillo.
Me aferré a “Mario” y me sentí como una isla en medio de un río de gente.
El sonido de un centenar de voces se extendió como un ruidoso paraguas por encima de “Mario” y mío.

Me llevó al lado de su hermano Rasid (al que también llamo “Mario”).
Me sonrió de la misma forma dulce que ayer lo hiciera.
“Salaam alaykum, Laura” dijo.
“Wa alaykum salaam, Mario” respondí.

Allí estábamos los dos. Atrapados en una boda. Que no sería la nuestra.

Un coche azul destartalado llevaba a la novia, que miraba por la ventanilla de atrás, con la cara parcialmente oculta por una mancha en el cristal. Los niños aplastaban sus naricillas contra las ventanas laterales del coche....

“Mario” seguía ahí. A mi lado. Sin nada que decir. Sin bodas en las que participar.

El hombre sin dientes pidió una pajita.
No llevaba nada, excepto una botella “de las que ya no se usan” de coca-cola en las manos. Como si se tratase de un trofeo de plata recién esculpido. A través del cristal de la botella medio vacía se veía su túnica blanca, pero sin solución de continuidad.

“Mario” no le hizo pagar la pajita.

El hombre que estaba de pie junto al coche azul destartalado, sosteniendo a su hija en brazos, levantó su mirada y se encontró con la mía. Sensaciones inexplicables se quedaron plegadas como un acordeón en un momento único y fugaz cuando me regaló su sonrisa de bienvenida. Me cogió desprevenida. Mis marcas, mis heridas de antiguas guerras y los días en los que no fui yo misma, todo, absolutamente todo, cayó al suelo.
Cuando me fijé ya no estaba. Pero sí su aura. Un resplandor palpable que era tan fácil de ver como el agua en un río o el sol en el cielo. Tan obvio que nadie se dio cuenta. Excepto yo.
En aquel breve instante levanté la mirada y vi cosas que no había visto antes. Cosas que habían estado más allá de los límites hasta entonces, ocultas por las ojeras de Madrid.

Cosas sencillas.

Como, por ejemplo, que ya no hay boda en Septiembre. Que ya no tenía que buscar respuestas. Que no había sido culpa mía.
Sentí que el no es necesariamente el único que puede dar regalos. Que yo también tengo regalos que ofrecer....

Aquel conocimiento me traspasó limpiamente, como la hoja afilada de un cuchillo.
Fría y caliente al mismo tiempo. Duró solo un instante.

....

Simplemente, como algunos animales, había adquirido un reflejo condicionado.

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